La noble atrincherada en prisión
Unos pesados pasos hacían eco en las paredes de piedra que conducían a las mazmorras, donde un joven estaba de guardia. Levantó la cabeza cuando un hombre dobló la esquina. Llevaba una antorcha en una mano y a una muchacha, atada a una soga, en la otra.
El joven guardia, probablemente malinterpretó las intenciones de ese sujeto, pero se tragó sus palabras.
—¿Eres el guardia de la prisión? —preguntó Sykes, en un tono que exigía respuesta.
—Sí, pero esto… —no sabía muy bien qué decir; estaba confuso y perplejo. Sykes, sin embargo, desató a la muchacha y la empujó hacia el guardia.
—Es una orden directa del príncipe Eliot: Hay que encarcelar a esta mujer. No se sabe cuándo se le permitirá salir, posiblemente dependerá de su comportamiento.
—Eh…
—¿Qué pasa? —Sykes frunció el ceño; estaba muy disgustado por las pobres reacciones que estaba obteniendo del chico.
—Ehm… esto… la prisión… —balbuceaba sin saber muy bien cómo decirlo.
Sykes miró a su alrededor, cansado de ese sinsentido, y se topó con la cruda realidad. La que antaño fue una prisión imponente se había convertido en un triste almacén.
—¿¡Qué ha pasado aquí!? —gritó el hombre, que no se esperaba aquello. Por toda la estancia había muchísimas cajas de todos los tamaños apiladas unas sobre las otras. Algunas pilas incluso llegaban al techo.
—Pues, verá… Varios oficiales comenzaron a traer cosas aquí esta mañana, dijeron que sería temporal.
Sykes miró las cajas, con cierta sospecha.
—No usamos este lugar como celda desde hace mucho, mucho tiempo. No creo que nadie esperara que esta misma noche nos hiciera falta. —El guardia no tenía ni la más remota idea sobre lo que podía haber en esas cajas, por lo que tampoco sospechaba nada.
—¿Pero por qué, de todos los lugares posibles, escogieron éste como almacén?
—Ni idea, es la primera vez que algo así ocurre. Pero también como no le hemos dado nunca uso, no tuve motivos para negarme.
Seguramente, los funcionarios ya habían entregado los documentos pertinentes para localizar todas esas cajas; de modo que ya no se podía hacer nada. Sykes chasqueó la lengua molesto, no podían haber escogido un peor momento para esa «mudanza».
Volvió a fijarse y se percató de que justo el baño de la celda y la entrada a la misma estaban despejados. Estaba de suerte, era espacio suficiente para encerrar a Rachel.
—Bien, no hay más opción. Se quedará en esa zona de la celda, ¡no quiero oír ni una queja! Deberías estar agradecida de no tener que compartir celda.
—Claro, comprendo. —Rachel asintió tranquilamente y Sykes le hizo un gesto con la cabeza al guardia, para que abriera la reja.
La llave emitió un suave click, en la cerradura, y abrió la puerta con un sonoro chirrido. El capitán sonrió con desdén, sabía cómo terminaban los hombres enjaulados, y Rachel no iba a ser una excepción.
—Jajaja, probablemente sea un lugar aterrador para alguien de alta cuna, habiendo vivido en la ciudad, pero estoy seguro de que en una semana te acostumbrarás a ello. Bueno, imagino que sabes cuántos años pasarás aquí, ¿no?
Rachel ni se inmutó, sino que entró tranquilamente al lugar que se convertiría en su nuevo hogar. La puerta se cerró a su espalda, dejándola presa, sin vía de escape.
Verla allí sentada, sobre el frío suelo de una celda, dibujó una sonrisa contrariada en el rostro de Sykes.
—Si vas a ponerte a llorar, recuerda que tú misma te lo buscaste. No puedes odiarme por tus propias acciones. En todo caso, hace muchísimo que no usamos esta mazmorra, y el lugar tampoco es el mejor… Perdona si nos olvidamos de que estás aquí. —El hombre se rió de su propia burla— ¡Cierto! Su alteza pronto te olvidará gracias a la señorita Margaret; así que, te sugiero que antes de que nos olvidemos de ti, te disculpes con ellos.
La noble los siguió mirando serena, sin abrir la boca. Ambos se giraron, molestos, y empezaron a subir la escalera con intención de irse, sin embargo, un sonido metálico a su espalda les hizo regresar. Rachel colocó una gruesa cadena que unía los barrotes de su celda con la puerta y la selló con un pesado candado, su contraataque acababa de empezar.
—¿Eh?
—¿Pe-, pero qué?
Ambos corrieron hacia la puerta de la celda, pero cuando llegaron Rachel ya había cerrado el candado.
—¡Oye! ¿Qué estás haciendo? —le gritó Sykes.
Trataba de abrir la puerta con todas sus fuerzas, sin embargo, sólo logró arrancarle un leve chirrido metálico por el roce. Raquel había apretado mucho la cadena y la puerta no cedía más de unos pocos milímetros.
—No hay nada de qué preocuparse —les dijo la joven, muy calmada.— He cerrado la celda por mi propia seguridad.
—¿¡No es esto una prisión!? ¿¡No crees que es, como mínimo, extraño que el prisionero cierre su propia celda!? —le gritó Sykes con el rostro rojo.
—Soy una mujer joven y bella y no soportaría que alguien se aprovechara de mi. En las historias ocurre, los guardias se escabullen en las celdas de las mujeres, donde sus superiores no les ven, y luego…
—¿¡No pensaste que eso es algo que nunca ocurriría en la vida real!? ¿¡Y, además, de dónde sacaste esa cadena y el candado!?
—Oh, son objetos que encontré convenientes en mi situación actual. —Rachel no mostró ningún tipo de preocupación, como si sus acciones fueran lo esperable en esa tesitura.
Se suponía que debían apresarla, pero ella se les adelantó, y se atrincheró en su propia celda.
—¿Qué… qué hacemos? —preguntó el guardia abrumado.
—Tenemos que reportarlo a su alteza —respondió Sykes, de inmediato.— Y ya veremos qué decide hacer.
Así el líder de los caballeros abandonó la prisión real y se dirigió, de nuevo, al banquete.

*Créditos*
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